Jorge
Posada
"¿Quién no lleva luto
por Humphrey Bogart, muerto a los 58 años de un cáncer de esófago y medio
millón de whiskies? Ni flores ni coronas sobre la tumba de un duro".
Del obituario que André Bazin
le dedicó en Cahiers du Cinéma en
febrero de 1957.
Hace poco, a su
vuelta de un viaje a La Habana, mi amigo, el pintor naïf
Javier Sáez, me llamó por teléfono para darme la noticia de la muerte de Juan
Carlos Granados. Como siempre hacía, Javier fue a verlo al timbiriche de la
Plaza de Armas donde Juan Carlos llevaba más de quince años vendiendo libros de
uso, revistas viejas, fotografías de celebridades y cosas así. Cuando no lo
encontró en el lugar acostumbrado, le preguntó por él a un muchacho que lo sustituía
a cada rato y se enteró que había muerto el mes anterior. Su mujer, María Elena
Escalante, lo dejó leyendo en un butacón y salió a la calle a comprar algo. Al
regresar, no lo vio moverse, y creyó que se había quedado dormido mientras
leía, pero se había muerto de un ataque cardiaco.
La noticia me
dejó pasmado, y minutos después que la supe llamé a cuatro amigos que conocieron bien a Juan
Carlos: Rafael Saumell, Esteban Álvarez, Roberto Madrigal y Sara Calvo, a
quienes también se les acabó la tranquilidad del día y del mes. Desde entonces no he hecho más que pensar en Juan Carlos; en los ratos que pasamos juntos; en las caminatas
por La Rampa y en las reuniones de todo el grupo de socios; en sus frases lapidarias;
en las muchas historias que
protagonizó y que con los años se hicieron legendarias; en su humor lacónico que quizás pocos llegaron
a comprender.
Conocí a Juan Carlos a la entrada de un cine habanero, la Cinemateca de Cuba, para nosotros
—amantes del Manual de gramática de
Rafael Seco— la Cinemateca a secas. Fue el 25 de diciembre de 1970; por estos días navideños se cumplen 43 años; una Navidad más aburrida, llena de frustración y miserable que triste; sin lechón, congrí ni turrones; sin manzanas,
melocotones y peras; sin la familia reunida, sin villancicos y sin Reyes Magos.
Una época en que lo único que nos alegraba un poco la existencia era saber que
éramos jóvenes, que todavía estábamos vivos y que algún día nos iríamos de
aquel infierno en que se había convertido el país.
Hacía poco que
trabajaba como traductor en el Instituto Nacional de la Pesca donde me hice
amigo de Esteban y Richard Oteiza, quienes también trabajaban como traductores.
Los tres nos pasábamos el día hablando de música, de literatura y, sobre todo,
de cine. Cinéfilo empedernido, Richard me convenció de ir ver la película que
ponían esa noche, Boudú sauvé des eaux,
el clásico de Jean Renoir, con su teoría de que para poder entender bien la nueva ola que tanto nos gustaba a todos
había que ver el cine francés de los años treinta.
Llegamos y nos
encontramos con uno de aquellos insoportables apagones que anulaban a
cualquiera. Esperábamos sentados en el quicio del portal, resignados a que volviera la luz,
cuando vi la sombra de un hombre que se acercaba cargado de
libros, se sentaba al lado de nosotros, y saludaba a Richard con voz recia de sargento de pelotón que luego tan familiar sería para mí: «¿Qué pasa, Riccardo?». Me sorprendí
cuando pronunció el nombre con la doble C, como si fuera a la italiana, y que
llamara a Richard por su verdadero nombre, algo que ninguno de sus amigos, ni
los de antes ni los de después, hemos hecho nunca. Richard me lo presentó y Juan
Carlos se sentó al lado de nosotros, ignorándome con una actitud que se
balanceaba entre cierta gravedad y la indiferencia de un cartero musulmán.
Todavía sin mirarme, le comentó a Richard que estaba muerto de caminar, que se
había pasado el día yendo de un lado para otro y le enseñó un par de libros que
me resultaron ajenos.
Era un mulato
alto y nervudo, sobre lo flaco al mismo tiempo que esbelto, y tenía una
agresividad de gavilán en acecho. Lucía una barba lampiña de una semana, casi
sin bigote (cuatro pelos ralos que le crecían a regañadientes que debía haber
heredado de algún bisabuelo chino), y
una nariz respingona que cuando se reía —lo vine a saber mucho después— le daba
un ligero aire a Kevin Bacon. Era miope y usaba unos diminutos espejuelitos de Máximo Gómez que todos deseábamos tener porque eran
los mismos de John Lennon. Sólo tenía veintipico de
años, pero ya empezaba a tener algunas canas y entradas. Hablaba bajito y sin
muchas pausas, con un vocabulario inteligente y germinoso y movía unas manos
largas de uñas cuidadas que parecían no haber cogido nunca un machete para
cortar caña ni un fusil para defender la patria de un ataque imperialista. Lo
acompañaba la serena insolencia del que está acostumbrado a la
autoridad.
«Un tipo raro,
¿no?», le susurré a Richard en un momento en que Juan Carlos se
levantó para hablar con una taquillera y exigirle que le dijera cuándo iba a
regresar la luz. Él me respondió que era bastante antisocial; por lo general brusco con los desconocidos, y que incluso una vez le dijo que no quería conocer a nadie más, que no le
presentara a nadie. Richard no le
hizo caso a sus advertencias y en estas condiciones adversas y tan negras (no
hay nada más negro que un apagón), conocí a Juan Carlos.
Después vino la luz y vimos la película y cuando se terminó fue Juan
Carlos el que me acompañó hasta la parada de la guagua, porque Richard se subió
corriendo a una ruta 30 que a esa hora tan tarde no podía darse el lujo de
perder. Bajamos por todo 23 hablando de cine y de la actuación de Michel Simon
hasta llegar a 26, y para mi sorpresa la hosquedad y la acidez empezaron a desaparecer, y allí esperó conmigo como una hora y pico la confronta de la 79
(Lawton-Playa), todavía hablando de cine. Dos o tres días después, volví a ver a Juan Carlos, de nuevo en la
Cinemateca y con Richard, donde vimos otra película francesa —Le jour se lève o Zéro de conduite— y luego nos encontramos
una vez más en la Cinemateca, los dos solos, y otra vez me acompañó a esperar
la confronta, hablando y hablando sin parar, y poco a poco, casi sin darnos
cuenta, nos hicimos socios. Con el tiempo, la Cinemateca sería el cine donde vi
más películas en mi vida, Juan Carlos en una de las personas con quien vi más
películas y también en uno de los más grandes amigos que he tenido.
Juan Carlos
tenía la maldad de la calle y durante años se las ingenió para sobrevivir sin
trabajar, sin tener obligaciones ni ninguna identificación encima; ni siquiera cuando
se hizo obligatorio llevar encima el Carné de Identidad. Es decir,
oficialmente, no existía, pero eso no lo preocupaba en absoluto. Era un
carácter audaz, un genuino buscavidas, un negociante nato capaz de venderle
cualquier cosa a cualquiera. A la entrada del Carmelo de Calzada, en el lobby
del Amadeo Roldán, por la plaza de la catedral vendía novelas, diccionarios,
libros de recetas de cocina, manuales para reparar trenes, guías turísticas de
Estambul, cómo aprender búlgaro en veinte lecciones. A la hora de comprar un
libro, lo regateaba hasta el cansancio y de los quince pesos que le pedían
lograba que se lo rebajaran primero a diez, luego a cinco y por último a dos cincuenta.
Lo cómico de todo es que dos días más tarde le vendía el mismo libro a alguien
por 25 pesos, siempre con un feroz elogio de su valor, a la cañona, metiéndole
presión. “Es un incunable”, decía con cara de palo y en tono conminatorio. “Una
edición publicada en Salamanca en 1813”, y cuando le protestaban que estaba
viejo, replicaba con sabiduría de librero y mirada impenetrable: «Mi amigo, usted no sabe lo que dice; son justamente esas páginas gastadas y amarillentas
lo que realzan su valor».
Llegó a hacerse experto en títulos, editoriales y autores.
Muy a menudo Juan Carlos se metía
en broncas por cualquier cosa y se enfrascaba
en discusiones inútiles solamente por llevar la
contraria. Tenía una personalidad
que impresionaba, fuerte; era duro e implacable
con la gente, sumamente desconfiado, y pensaba que todo el mundo quería sacarle
ventaja. Una vez casi se faja con un par de cretinos en la Casa de la Cultura
Checoslovaca porque no lo dejaban ver los carteles que se exhibían. Otro día, le metió
un empujón en pleno cine Radiocentro a alguien que le debía dinero de un
negocio. Otro
día íbamos en una guagua, y cuando me levanté para darle el asiento a una
anciana me lo reprochó y espetó: «Detrás de esas
canas y esas arrugas puede estar agazapada una chivata del CDR». Lo asistía una ética de mafioso y con los amigos era dedicado y
diferente. En mi boda con mi primera mujer tuvo el gesto de quitarse la bella
camisa verde que estrenaba para ese día y
me obligó a cambiármela por la que yo llevaba
puesta porque insistía que hacía mejor combinación con la corbata que tenía.
Aparte
de obsesiones diarias como el café y
los cigarros (aprovechaba cualquier tiro
de café que encontrara y, si no tenía cigarros, le picaba un Popular al más
pinto de la paloma) otra de sus obsesiones era el conocimiento
de lenguas extranjeras. Aprendió francés en la Alianza y un
poco de italiano en la Lincoln, pero más que ningún otro idioma, el inglés era
el que más le interesaba. Lo estudió de forma autodidacta, y llegó a entenderlo
y a leerlo a base de dedicación, gran disciplina y rigor. Le gustaba preguntar
cómo debía pronunciarse una palabra determinada o un nombre para más adelante refutar
la respuesta con afirmaciones contundentes. A
Esteban que era, de todos sus amigos el que mejor inglés sabía, lo acribillaba
con disertaciones sobre cuál era la pronunciación correcta, los fonemas y las
excepciones. El cuento de Juan Carlos argumentando en pose profesoral cómo
debían pronunciarse los nombres de Henry Miller, Norman Mailer y Robert
Mitchum; cuál era la fonética de la palabra niña en inglés («Debe decirse girrrrrrrrl, con la fuerza en la erre y
más gutural», decía) se convirtió en una referencia obligada y graciosa entre
todos nosotros cuando hablábamos de él.
Le encantaba el cine (algunas de sus
películas favoritas tenían como tema principal la venganza del protagonista como
La balada del desierto, A quemarropa, La fuente de la virgen, Érase
una vez en el oeste y Los sobornados)
y los tipos duros del cine: Bogart, McQueen, Bronson, Lee Marvin, John Wayne. «Sólo el cine americano ha dado gente así», decía
tajantemente. «El único otro que entra en esa categoría es Jean Gabin». Pero también disfrutaba
las películas de Bresson, de Fellini, de John Ford, de Buñuel, de Kurosawa, de Billy
Wilder y de los Hermanos Marx, con quienes se doblaba de la risa.
De las mujeres del cine, Juan Carlos
prefería a las rubias, como en la película de Marilyn, sobre todo las europeas.
Me parece estar oyéndolo hablar con arrobamiento de Marie-France Boyer en La felicidad; de Monica Vitti en La aventura; de Romy Schneider en Las cosas de la vida y El inspector Max. Todo eso sin mencionar
a Senta Berger, Ursula Andress, Virna Lisi y Bibi Andersson y Joanna Shimkus. Sólo
recuerdo que le gustaran tres actrices americanas: Kim Novak, Eva Marie Saint y
Tippi Hedren, curiosamente las tres rubias, las tres heroínas de Hitchcock, uno
de sus más admirados.
Sin
embargo, el mundo de Juan Carlos fueron
los libros, y la literatura, su gran pasión. Adoraba a
los viejos clásicos, pero también a otros más contemporáneos, entre ellos Hemingway,
Kafka, Thomas Mann, Proust y Faulkner, del que había leído una y otra vez todos
sus libros. Cuando ninguno de nosotros
la conocíamos, ya él había leído la voluminosa novela de Italo Svevo, cuyo
título —con su
habitual pedantería— él prefería decir en italiano: La coscenza di Zeno. Pocas
veces lo vi sin un libro.
Todas las bibliotecas de La Habana sucumbieron a su furia libresca; la
abigarrada de Prado, la de la calle Obispo, la de la Alianza Francesa, la de
100 y 51, en Marianao, la jugosa del ICAIC, y hasta la de Matanzas, donde logré
una hazaña increíble: adelantarme a su malicia y cogerme de allí el ansiado Ulises, en la famosa traducción de J.J.
Salas Subirats.
Se había convertido en el terror de los
buscadores de libros viejos. A veces, la gente llegaba a las pocas librerías
que aún quedaban y cuando se abrían las puertas y nadie lo veía decía «Nos salvamos: hoy no está Juan Carlos por aquí», porque al
parecer no estaba, pero lo que no sabían es que ya él estaba dentro, y cuando
menos se lo imaginaban una mano les pasaba por encima de la cabeza y arrebataba
un ejemplar que nadie había detectado, y era él.
La vida de Juan Carlos estuvo tan llena de anécdotas
que muchos de nosotros recordamos algunas con deleite y a viva voz. Como la noche cuando
para no pagar se comió dos papas rellenas mientras hacía la cola en La Pelota y
al llegar a la caja estaba tan atorado que no podía hablar y nosotros muertos
de risa; o cuando en Coppelia se escapó corriendo de una recogida de la policía
(nos llevaron presos a Esteban y a mí) gracias
a su gran olfato para detectar el peligro; o la pelea a gritos que tuvo con
Alfredo Guevara en la Biblioteca del ICAIC cuando Guevara casi nos atrapa a él,
a Richard y a mí robando libros.
En los primeros
días de
mayo de 1980, cuando sabía que me quedaba poco para largarme del país, Juan
Carlos y yo caminábamos por Línea hacia 23. No
me acuerdo qué hacíamos por allí; sólo sé que empezaba a atardecer y que los colores del sol que se
ponía en la distancia, estallaban allá lejos, frente a nosotros, convirtiendo en oro
viejo, en naranja, en óxido, en girasoles y en mandarina todos los edificios y
faroles y calles y parques y árboles. De pronto, apenas sin darme cuenta,
como si fuera una revelación,
me sentí aturdido por la terrible belleza del paisaje, pensé en lo mucho que me
gustaba el Vedado y se lo dije, se lo tuve que decir. «Coño, compadre, cómo me
gusta el Vedado», fue la frase que me
salió. Rápido como un lince, Juan Carlos supo que se trataba de una nostalgia
que aún no existía, de una tristeza que estaba por venir; de la melancolía del
que está punto de marcharse para nunca volver y me neutralizó de golpe. Me miró
con desdén; escéptico, sarcástico y un cínico sin regreso, levantó las cejas y me dijo con su voz
inconfundible:
«Amigo mío, déjese de comer mierda y
aprenda a no extrañar, que hay muchas prioridades en el futuro».
Esa tarde, una semana antes de irme para
siempre de Cuba, de La Habana, fue la última vez que vi a Juan Carlos.