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Sunday, January 19, 2014

Un poema de Jorge Arcos

 

Este es un poema inédito que me envió el poeta Jorge Luis Arcos (La Habana 1956), autor de más de diez libros de poesía y ensayo, quien reside actualmente en Argentina donde ejerce como profesor de literatura en la Universidad de Río Negro en San Carlos de Bariloche.


a Rogelio Fabio Hurtado, poeta de la funeraria

“Dos gardenias para ti…”

Fabio sintió un día la necesidad de escribir poesía
Cuando eso sucede es porque ya los acantilados de la belleza o los cielos del infierno
nos han avasallado con plenitud o menesterosidad
Se reunía con unos amigos, tan enfermos como él, a la sombra de una funeraria de El
Vedado
Eran los tiempos de la Revolución naciente que iba a parir el Hombre Nuevo
Pero Fabio y sus amigos sólo querían escribir poesía
De repente, fueron vagos, homosexuales, religiosos y, para colmo, poetas
(“políticamente incorrectos” se diría hoy)
Algunos fueron confinados en un gulag tropical
Entonces Fabio se dedicó durante años a vender flores
Tantos años que le fue creciendo una barba blanca como al viejo Walt

No sé si se habrá reparado en el sentido de ese improbable azar de decir poemas al
borde de una funeraria
Es el mismo que propiciar flores a futuros cadáveres

Gracias, Walt

marzo, 2007
 

Monday, December 30, 2013

Para Juan Carlos, con amor y sordidez



Jorge Posada

 
"¿Quién no lleva luto por Humphrey Bogart, muerto a los 58 años de un cáncer de esófago y medio millón de whiskies? Ni flores ni coronas sobre la tumba de un duro".

Del obituario que André Bazin le dedicó en Cahiers du Cinéma en febrero de 1957.

Hace poco, a su vuelta de un viaje a La Habana, mi amigo, el pintor naïf Javier Sáez, me llamó por teléfono para darme la noticia de la muerte de Juan Carlos Granados. Como siempre hacía, Javier fue a verlo al timbiriche de la Plaza de Armas donde Juan Carlos llevaba más de quince años vendiendo libros de uso, revistas viejas, fotografías de celebridades y cosas así. Cuando no lo encontró en el lugar acostumbrado, le preguntó por él a un muchacho que lo sustituía a cada rato y se enteró que había muerto el mes anterior. Su mujer, María Elena Escalante, lo dejó leyendo en un butacón y salió a la calle a comprar algo. Al regresar, no lo vio moverse, y creyó que se había quedado dormido mientras leía, pero se había muerto de un ataque cardiaco.

La noticia me dejó pasmado, y minutos después que la supe llamé a cuatro amigos que conocieron bien a Juan Carlos: Rafael Saumell, Esteban Álvarez, Roberto Madrigal y Sara Calvo, a quienes también se les acabó la tranquilidad del día y del mes. Desde entonces no he hecho más que pensar en Juan Carlos; en los ratos que pasamos juntos; en las caminatas por La Rampa y en las reuniones de todo el grupo de socios; en sus frases lapidarias; en las muchas historias que protagonizó y que con los años se hicieron legendarias; en su humor lacónico que quizás pocos llegaron a comprender.

Conocí a Juan Carlos a la entrada de un cine habanero, la Cinemateca de Cuba, para nosotros —amantes del Manual de gramática de Rafael Seco— la Cinemateca a secas.  Fue el 25 de diciembre de 1970; por estos días navideños se cumplen 43 años; una Navidad más aburrida, llena de frustración y miserable que triste; sin lechón, congrí ni turrones; sin manzanas, melocotones y peras; sin la familia reunida, sin villancicos y sin Reyes Magos. Una época en que lo único que nos alegraba un poco la existencia era saber que éramos jóvenes, que todavía estábamos vivos y que algún día nos iríamos de aquel infierno en que se había convertido el país.

Hacía poco que trabajaba como traductor en el Instituto Nacional de la Pesca donde me hice amigo de Esteban y Richard Oteiza, quienes también trabajaban como traductores. Los tres nos pasábamos el día hablando de música, de literatura y, sobre todo, de cine. Cinéfilo empedernido, Richard me convenció de ir ver la película que ponían esa noche, Boudú sauvé des eaux, el clásico de Jean Renoir, con su teoría de que para poder entender bien la nueva ola que tanto nos gustaba a todos había que ver el cine francés de los años treinta.

Llegamos y nos encontramos con uno de aquellos insoportables apagones que anulaban a cualquiera. Esperábamos sentados en el quicio del portal, resignados a que volviera la luz, cuando vi la sombra de un hombre que se acercaba cargado de libros, se sentaba al lado de nosotros, y saludaba a Richard con voz recia de sargento de pelotón que luego tan familiar sería para mí: «¿Qué pasa, Riccardo?». Me sorprendí cuando pronunció el nombre con la doble C, como si fuera a la italiana, y que llamara a Richard por su verdadero nombre, algo que ninguno de sus amigos, ni los de antes ni los de después, hemos hecho nunca. Richard me lo presentó y Juan Carlos se sentó al lado de nosotros, ignorándome con una actitud que se balanceaba entre cierta gravedad y la indiferencia de un cartero musulmán. Todavía sin mirarme, le comentó a Richard que estaba muerto de caminar, que se había pasado el día yendo de un lado para otro y le enseñó un par de libros que me resultaron ajenos.

Era un mulato alto y nervudo, sobre lo flaco al mismo tiempo que esbelto, y tenía una agresividad de gavilán en acecho. Lucía una barba lampiña de una semana, casi sin bigote (cuatro pelos ralos que le crecían a regañadientes que debía haber heredado de algún bisabuelo chino), y una nariz respingona que cuando se reía —lo vine a saber mucho después— le daba un ligero aire a Kevin Bacon. Era miope y usaba unos diminutos espejuelitos de Máximo Gómez que todos deseábamos tener porque eran los mismos de John Lennon. Sólo tenía veintipico de años, pero ya empezaba a tener algunas canas y entradas. Hablaba bajito y sin muchas pausas, con un vocabulario inteligente y germinoso y movía unas manos largas de uñas cuidadas que parecían no haber cogido nunca un machete para cortar caña ni un fusil para defender la patria de un ataque imperialista. Lo acompañaba la serena insolencia del que está acostumbrado a la autoridad.

«Un tipo raro, ¿no?», le susurré a Richard en un momento en que Juan Carlos se levantó para hablar con una taquillera y exigirle que le dijera cuándo iba a regresar la luz. Él me respondió que era bastante antisocial; por lo general brusco con los desconocidos, y que incluso una vez le dijo que no quería conocer a nadie más, que no le presentara a nadie. Richard no le hizo caso a sus advertencias y en estas condiciones adversas y tan negras (no hay nada más negro que un apagón), conocí a Juan Carlos.

Después vino la luz y vimos la película y cuando se terminó fue Juan Carlos el que me acompañó hasta la parada de la guagua, porque Richard se subió corriendo a una ruta 30 que a esa hora tan tarde no podía darse el lujo de perder. Bajamos por todo 23 hablando de cine y de la actuación de Michel Simon hasta llegar a 26, y para mi sorpresa la hosquedad y la acidez empezaron a desaparecer, y allí esperó conmigo como una hora y pico la confronta de la 79 (Lawton-Playa), todavía hablando de cine. Dos o tres días después, volví a ver a Juan Carlos, de nuevo en la Cinemateca y con Richard, donde vimos otra película francesa —Le jour se lève o Zéro de conduite— y luego nos encontramos una vez más en la Cinemateca, los dos solos, y otra vez me acompañó a esperar la confronta, hablando y hablando sin parar, y poco a poco, casi sin darnos cuenta, nos hicimos socios. Con el tiempo, la Cinemateca sería el cine donde vi más películas en mi vida, Juan Carlos en una de las personas con quien vi más películas y también en uno de los más grandes amigos que he tenido.

Juan Carlos tenía la maldad de la calle y durante años se las ingenió para sobrevivir sin trabajar, sin tener obligaciones ni ninguna identificación encima; ni siquiera cuando se hizo obligatorio llevar encima el Carné de Identidad. Es decir, oficialmente, no existía, pero eso no lo preocupaba en absoluto. Era un carácter audaz, un genuino buscavidas, un negociante nato capaz de venderle cualquier cosa a cualquiera. A la entrada del Carmelo de Calzada, en el lobby del Amadeo Roldán, por la plaza de la catedral vendía novelas, diccionarios, libros de recetas de cocina, manuales para reparar trenes, guías turísticas de Estambul, cómo aprender búlgaro en veinte lecciones. A la hora de comprar un libro, lo regateaba hasta el cansancio y de los quince pesos que le pedían lograba que se lo rebajaran primero a diez, luego a cinco y por último a dos cincuenta. Lo cómico de todo es que dos días más tarde le vendía el mismo libro a alguien por 25 pesos, siempre con un feroz elogio de su valor, a la cañona, metiéndole presión. “Es un incunable”, decía con cara de palo y en tono conminatorio. “Una edición publicada en Salamanca en 1813”, y cuando le protestaban que estaba viejo, replicaba con sabiduría de librero y mirada impenetrable: «Mi amigo, usted no sabe lo que dice; son justamente esas páginas gastadas y amarillentas lo que realzan su valor». Llegó a hacerse experto en títulos, editoriales y autores.

Muy a menudo Juan Carlos se metía en broncas por cualquier cosa y se enfrascaba en discusiones inútiles solamente por llevar la contraria. Tenía una personalidad que impresionaba, fuerte; era duro e implacable con la gente, sumamente desconfiado, y pensaba que todo el mundo quería sacarle ventaja. Una vez casi se faja con un par de cretinos en la Casa de la Cultura Checoslovaca porque no lo dejaban ver los carteles que se exhibían. Otro día, le metió un empujón en pleno cine Radiocentro a alguien que le debía dinero de un negocio. Otro día íbamos en una guagua, y cuando me levanté para darle el asiento a una anciana me lo reprochó y espetó: «Detrás de esas canas y esas arrugas puede estar agazapada una chivata del CDR». Lo asistía una ética de mafioso y con los amigos era dedicado y diferente. En mi boda con mi primera mujer tuvo el gesto de quitarse la bella camisa verde que estrenaba para ese día y me obligó a cambiármela por la que yo llevaba puesta porque insistía que hacía mejor combinación con la corbata que tenía.

Aparte de obsesiones diarias como el café y los cigarros (aprovechaba cualquier tiro de café que encontrara y, si no tenía cigarros, le picaba un Popular al más pinto de la paloma) otra de sus obsesiones era el conocimiento de lenguas extranjeras. Aprendió francés en la Alianza y un poco de italiano en la Lincoln, pero más que ningún otro idioma, el inglés era el que más le interesaba. Lo estudió de forma autodidacta, y llegó a entenderlo y a leerlo a base de dedicación, gran disciplina y rigor. Le gustaba preguntar cómo debía pronunciarse una palabra determinada o un nombre para más adelante refutar la respuesta con afirmaciones contundentes. A Esteban que era, de todos sus amigos el que mejor inglés sabía, lo acribillaba con disertaciones sobre cuál era la pronunciación correcta, los fonemas y las excepciones. El cuento de Juan Carlos argumentando en pose profesoral cómo debían pronunciarse los nombres de Henry Miller, Norman Mailer y Robert Mitchum; cuál era la fonética de la palabra niña en inglés («Debe decirse girrrrrrrrl, con la fuerza en la erre y más gutural», decía) se convirtió en una referencia obligada y graciosa entre todos nosotros cuando hablábamos de él.

Le encantaba el cine (algunas de sus películas favoritas tenían como tema principal la venganza del protagonista como La balada del desierto, A quemarropa, La fuente de la virgen, Érase una vez en el oeste y Los sobornados) y los tipos duros del cine: Bogart, McQueen, Bronson, Lee Marvin, John Wayne. «Sólo el cine americano ha dado gente así», decía tajantemente. «El único otro que entra en esa categoría es Jean Gabin». Pero también disfrutaba las películas de Bresson, de Fellini, de John Ford, de Buñuel, de Kurosawa, de Billy Wilder y de los Hermanos Marx, con quienes se doblaba de la risa.

De las mujeres del cine, Juan Carlos prefería a las rubias, como en la película de Marilyn, sobre todo las europeas. Me parece estar oyéndolo hablar con arrobamiento de Marie-France Boyer en La felicidad; de Monica Vitti en La aventura; de Romy Schneider en Las cosas de la vida y El inspector Max. Todo eso sin mencionar a Senta Berger, Ursula Andress, Virna Lisi y Bibi Andersson y Joanna Shimkus. Sólo recuerdo que le gustaran tres actrices americanas: Kim Novak, Eva Marie Saint y Tippi Hedren, curiosamente las tres rubias, las tres heroínas de Hitchcock, uno de sus más admirados.

Sin embargo, el mundo de Juan Carlos fueron los libros, y la literatura, su gran pasión. Adoraba a los viejos clásicos, pero también a otros más contemporáneos, entre ellos Hemingway, Kafka, Thomas Mann, Proust y Faulkner, del que había leído una y otra vez todos sus libros. Cuando ninguno de nosotros la conocíamos, ya él había leído la voluminosa novela de Italo Svevo, cuyo título —con su habitual pedantería— él prefería decir en italiano: La coscenza di Zeno. Pocas veces lo vi sin un libro.

Todas las bibliotecas de La Habana sucumbieron a su furia libresca; la abigarrada de Prado, la de la calle Obispo, la de la Alianza Francesa, la de 100 y 51, en Marianao, la jugosa del ICAIC, y hasta la de Matanzas, donde logré una hazaña increíble: adelantarme a su malicia y cogerme de allí el ansiado Ulises, en la famosa traducción de J.J. Salas Subirats.

Se había convertido en el terror de los buscadores de libros viejos. A veces, la gente llegaba a las pocas librerías que aún quedaban y cuando se abrían las puertas y nadie lo veía decía «Nos salvamos: hoy no está Juan Carlos por aquí», porque al parecer no estaba, pero lo que no sabían es que ya él estaba dentro, y cuando menos se lo imaginaban una mano les pasaba por encima de la cabeza y arrebataba un ejemplar que nadie había detectado, y era él.

La vida de Juan Carlos estuvo tan llena de anécdotas que muchos de nosotros recordamos algunas con deleite y a viva voz. Como la noche cuando para no pagar se comió dos papas rellenas mientras hacía la cola en La Pelota y al llegar a la caja estaba tan atorado que no podía hablar y nosotros muertos de risa; o cuando en Coppelia se escapó corriendo de una recogida de la policía (nos llevaron presos a Esteban y a mí) gracias a su gran olfato para detectar el peligro; o la pelea a gritos que tuvo con Alfredo Guevara en la Biblioteca del ICAIC cuando Guevara casi nos atrapa a él, a Richard y a mí robando libros.

En los primeros días de mayo de 1980, cuando sabía que me quedaba poco para largarme del país, Juan Carlos y yo caminábamos por Línea hacia 23. No me acuerdo qué hacíamos por allí; sólo sé que empezaba a atardecer y que los colores del sol que se ponía en la distancia, estallaban allá lejos, frente a nosotros, convirtiendo en oro viejo, en naranja, en óxido, en girasoles y en mandarina todos los edificios y faroles y calles y parques y árboles. De pronto, apenas sin darme cuenta, como si fuera una revelación, me sentí aturdido por la terrible belleza del paisaje, pensé en lo mucho que me gustaba el Vedado y se lo dije, se lo tuve que decir. «Coño, compadre, cómo me gusta el Vedado», fue la frase que me salió. Rápido como un lince, Juan Carlos supo que se trataba de una nostalgia que aún no existía, de una tristeza que estaba por venir; de la melancolía del que está punto de marcharse para nunca volver y me neutralizó de golpe. Me miró con desdén; escéptico, sarcástico y un cínico sin regreso, levantó las cejas y me dijo con su voz inconfundible:
 
«Amigo mío, déjese de comer mierda y aprenda a no extrañar, que hay muchas prioridades en el futuro».

Esa tarde, una semana antes de irme para siempre de Cuba, de La Habana, fue la última vez que vi a Juan Carlos.

 

 

Thursday, October 31, 2013

Dos textos de Reglo Guerrero


Un hombre solo I

 

“la morte é’l fin d’una prigione oscura”
Michelagnolo


Un hombre solo se  levantó de  su cama al atardecer  de su último día.  Fue al baño y orinó como siempre, mirando a su pene arrugado por la falta de amor. Entró en la  cocina donde preparó algo sencillo para él y una oblación para una cierta diosa pagana la cual tenía fama de procurar compañía. Él sabía que la vieja litografía de la diosa era algo estúpido,  pero su madre le había dicho que ayudaba un poco pensar que la diosa concedía alguna felicidad.

El hombre terminó su cena en la pequeña mesa que estaba frente a la única ventana de su apartamento. El cielo de aquella tarde empezó a cambiar su colorido y una ventana se abrió  sobre la primera nube en el horizonte. El hombre trato de calcular el tamaño de la ventana, cuando, más allá de las nubes, vio un una pared de metal que reflejaba la imagen de una estatua rosada como las prostitutas que él solía visitar. El hombre pudo ver como la belleza de aquella imagen se deslizaba por su cuerpo hasta que ahogaba su garganta.

El hombre sintió que la liquidez de su alma salía por su boca  hasta que sólo quedo una mancha húmeda en el piso de su cuarto.

 
Los ríos de Babilonia

“Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos
  y llorábamos al acordarnos de Sión.”
  Salmo 137


Dos seres alados llegaron al rio de Babilonia donde nadan los peces de oro y los esclavos, venidos de tierras muy lejanas, lavan sus heridas y las vacas de sus señores.
 
¿Por qué  no cantan y tocan las cítaras los hijos de mi Señor? – Preguntaron los seres alados.

Estamos en tierras extranjeras; nuestros cuerpos heridos y nuestros oídos  llenos de las palabras de los verdugos.  ¿Cómo podemos cantar al Señor si el sufrimiento hace olvidar las palabras de los cánticos?

Los seres alados miraron hacia las nubes por un instante y empezaron a recorrer la orilla del río hasta que encontraron un grupo de niños babilónicos. Los seres desplegaron sus alas y alcanzaron a los niños que fueron lanzando contra las rocas del rio hasta que sus cabezas rodaron en el fango de las orillas.

Aquel día los peces de oro comieron los pedazos  de carne dispersos en el río y los hijos del Señor cantaron los cánticos de la ciudad de sus padres con sus corazones llenos de gozo.

Monday, October 21, 2013

ANTE UNA NUEVA SERIE MUNDIAL


 
Por Jesús Suárez

 
Los dos mejores de la temporada regular.

Después de sortear sus no fáciles series de postemporada, los dos equipos con mejor desempeño en la campaña regular del béisbol de Grandes Ligas se enfrentarán a partir de las 8:07 PM del miércoles 23 de octubre en la 108 Serie Mundial. Es decir, los representantes de la Liga Nacional, los Cardenales de San Luis (97-65) visitarán ese día en Fenway Park a los vencedores de la Liga Americana, los Medias Rojas de Boston (97-65).

El punto de más victorias en la campaña regular reviste su importancia, porque muchos tradicionalistas se han quejado de que la expansión de la postemporada a ocho equipos (en 1994) y a 10 (en el 2003) provoca demasiadas posibilidades de imprevistos en un juego en que ya de por sí está lleno de sorpresas.

Me imagino que muchos de ellos pensarán en los Marlins de la Florida, que sin vencer nunca en su División (Este de la Nacional) y mucho menos ser el equipo con más victorias en su Liga en la temporada regular, ganaron dos famosas Series Mundiales: en 1997 (contra los Indios de Cleveland) y el 2003 (contra los Yankees de Nueva York).

La pelota es redonda y viene en caja cuadrada. O como se titula el libro del 2003 de Michael Lewis sobre Billy Beane: Moneyball: The Art of Winning an Unfair Game. Por cierto, aún con todas sus tácticas y que le saliera bien el contrato del cubano  Yoenis Céspedes ($36 millones en cuatro años para alguien de 27 años que nunca había jugado en Grandes Ligas), Beane sigue aún buscando ganar el último juego de la temporada con sus Atléticos de Oakland. 

En fin, todo esto ha llevado a señalamientos de que muchas veces los mejores equipos no juegan en la Serie Mundial.

Y ciertamente, los dos mejores equipos en una temporada regular no se enfrentan desde hace ¡14 años! Cuando los Yankees de Nueva York vencieron en cuatro encuentros a los Bravos de Atlanta.

Historia de dos ciudades

Los Cardenales de San Luis son la franquicia más exitosa de la Liga Nacional, con 11 victorias en Series Mundiales (segundos todo el béisbol sólo después de los 27 triunfos de los Yankees de Nueva York) en 19 oportunidades. Mientras tanto, los Medias Rojas de Boston han jugado en siete Clásicos de Octubre, ganando siete de ellos.

Los Cardenales y los Medias Rojas se han visto frente a frente en tres Series Mundiales. Y en cada una de ellas ha sido una ocasión histórica.

En 1946, los Cardenales ganaron cuando estando empatado el séptimo y último juego 3-3 en el octavo inning, vino la famosa Carrera Loca de Enos Slaughter, quien con dos outs, anotó desde primera base con un sencillo de Harry Walker a lo corto del left-center sobre la cabeza del short stop Johnny Pesky.

La carrera de Slaughter es de grata recordación para los cubanos, porque el coach de tercera base de San Luis era Miguel Angel González, quien dio la orden con sus brazos para que Slaughter siguiera hacia la goma. Como siempre, algunos detractores dicen que Slaughter ni vio a Miguel Angel y siguió para el plato por cuenta propia. También otros aseguran que Slaughter anotó porque Pesky titubeó antes de tirar a home.

Pero Miguel Angel, no te preocupes: ¡Tú y Adolfo Luque quedaron inmortalizados por Ernest Hemingway en “El viejo y el mar”! (“Who is the greatest manager, really, Luque or Mike Gonzalez? -- I think they are equal.”)


En 1967, los Medias Rojas fueron bautizados con el nombre de “El sueño imposible”. Pero realmente, esto parece más un poco de propaganda, porque Boston contaba en sus filas con superastros como Carl Yastrzemski, quien ese año ganó la Triple Corona y el título de Jugador Más Valioso de la temporada, y el lanzador Jim Lonborg, quien esa temporada fue el Cy Young de la Liga Americana.

Pero los Cardenales, que habían ganado 101 juegos en la temporada regular (10.5 juegos sobre los Gigantes de San Francisco), presentaron a un lanzador como Bob Gibson (Jugador Más Valioso de la Serie Mundial, al ganar tres juegos que lanzó completos), así como una alineación donde estaban el boricua Orlando Cepeda (Jugador Mas Valioso de la Liga Nacional en la temporada regular), Lou Brock (quien no sólo bateó para .414 durante la serie, sino que robó tres bases en el séptimo juego y siete en total para un record aún vigente), Roger Maris (Dos veces Jugador Más Valioso de los Yankees y quien bateó .385 durante la serie), el receptor Tim McCarver, y Curt Flood, entre otros.


La serie llegó al séptimo juego y cuenta McCarver que antes del mismo, los diarios de Boston enojaron a los Cardenales con un titular que decía: Lonborg and Champagne"


Resultado: los Cardenales se impusieron 7-2 en el séptimo encuentro y ganaron la Serie.


En el 2004, los Medias Rojas perdieron sus tres primeros juegos en la Serie por el Campeonato de la Liga Americana contra los Yankees, con lo que parecía que se encaminarían otro año más a cumplir con “La maldición del Bambino” (Boston no ganaba una Serie Mundial desde 1918, según algunos porque en la postemporada de 1919 los Medias Rojas vendieron a Babe “El Bambino” Ruth a los Yankees).


Y perdiendo en el cuarto juego, Boston ganó en 12 entradas con un jonrón del dominicano David Ortiz, quien volvió a conectar un hit decisivo en la décimo cuarta entrada del quinto encuentro. A continuación Curt Schilling lanzó (y ganó) “el juego de la media ensangrentada” y con la serie empatada a tres, Boston venció en el séptimo juego 10-3.


Y cómo dijo el francés Roger Caillois que la única verdad en los juegos es que no hay quien pare a alguien que está en racha, en la Serie Mundial los Medias Rojas barrieron en cuatro juegos a los Cardenales. 

Los equipos se enfrentaron por última vez en los juegos interliga del 2008, en los que San Luis venció 2-1 en los tres juegos que disputaron en Fenway.


La batalla de los bullpens


“Todo el que sobresale en derrotar a sus enemigos, triunfa antes de que las amenazas de ellos se hagan reales”. El arte de la guerra, Sun Tzu (544 AC-496 AC). 

“Saber cómo se gana ayuda a uno mismo y al prestigio, esto es el camino de la estrategia”. El libro de los cinco anillos, Miyamoto Musashi (1584-1645).


A principios de la década de 1990, los Bravos de Atlanta comenzaron a coleccionar pitchers abridores estelares como Tom Glavine, Steve Avery y John Smoltz, pero perdieron en 1991 la Serie Mundial ante los Mellizos de Minnesota. En 1992, los Bravos volvieron al Clásico de Otoño, y cayeron ante los Azulejos de Toronto. En 1994 Atlanta firmó al superastro del montículo Gregg Maddux, con lo que se dijo que tenían el mejor cuerpo de lanzadores en todo el béisbol. Pero Atlanta cayó en la Serie por la Liga Nacional ante los Filis de Filadelfia.


Por fin los Bravos ganaron su Serie Mundial en 1995, al vencer a los Indios de Cleveland. Pero siguieron las decepciones, y Atlanta cayó en las Series Mundiales de 1996 y 1999 ante los Yankees.


Y para colmo, en el período (1991-1998) los lanzadores de Atlanta habían ganado seis premios Cy Young.


¿Qué pasaba? Siempre se había dicho que cuando había pitchers no había bateadores.


Pero los especialistas comenzaron a ver que los Bravos tenían buen pitcheo abridor, pero su bullpen no estaba a la misma altura. Y que esto ultimo podia ser decisive en una serie corta entre dos equipos parejos.


Y la importancia de un buen bullpen quedó clara cuando, para poner sólo un ejemplo, en el segundo juego de la reciente serie por el Campeonato de la Americana, los Medias Rojas esperaron pacientemente que el abridor de Detroit Max Scherzer (21-3, 2.90 durante la campaña regular) tuviera que dejar el juego por más de 100 lanzamientos (102), para castigar al bullpen de los Tigres, incluyendo un jonrón con las bases llenas de Ortiz. El sábado fue el turno del hawaiano Shane Victorino, que luego de la salida de Scherzer después de 106 lanzamientos, conectó otro cuadrangular con las bases llenas para decidir el encuentro.


Y tanto Boston como San Luis se enfrentaron a dos de los cuerpos de lanzadores más grandes de la actualidad en su serie de Campeonato, pero se impusieron por sus bullpens. Los Medias Rojas con figuras experimentadas como los japoneses Koji Uehara (Jugador Más Valios de la Serie por el Campeonato de la Liga Americana) y Junichi Tazawa, Ryan Dempster, Craig Breslow y otros. Mientras que los Cardenales, con astros jóvenes como Trevor Rosenthal, el dominicano Carlos Martínez, Kevin Siegrist y Seth Maness.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

   Oráculo reservado



 
 
 
 
 
 
 
¿Quién ganará esta próxima Serie? Sería un poco elusivo de mi parte de irme de estas líneas sin dar un candidato a pesar de lo cerrado que se presenta la pelea. Mi opinion: aunque los Medias Rojas juegan cuatro de los siete juegos en su ciudad y están en una temporada mágica, en que pasaron del último lugar de su división el año pasado al primero en éste, van a ganar los Cardenales en seis juegos.


Mi razón: el catcher de los Cardenales, el boricua Yadier Molina, quien sabra conducir major que nadie a su bullpen, como a sus abridores estelares: Adam Wainwright y el sorprendente tejano Michael Wacha.


Pero por favor, si van a apostar, háganlo por su cuenta y riesgo, y no se basen en este análisis.

 Recuerden siempre que un especialista es quien dice qué va a pasar mañana, y pasado mañana nos explica por qué ocurrió lo contrario.

 

Thursday, October 17, 2013

LOS GENEROS: EL CINE DE SAMURAIS


Jesús Suárez

Cuando el mundo occidental “descubrió” el cine japonés con la exhibición de Rashomón (1950), del director Akira Kurosawa, en el Festival de Venecia de 1951, en realidad se estaba encontrando con una filmografía que había empezado más de medio siglo atrás, en 1897.

Además, tenía cineastas geniales como Kenji Mizoguchi, dedicado a historias sobre el género femenino, quien se conoció en Occidente con Vida de O-Haru, mujer galante (Saikaku Ichidai Onna, 1952) y se consagró un año después al ganar el Oso de Plata en la Mostra di Venezia con Cuentos de la luna pálida (Ugetsu Monogatari, 1953).

Como Yazujiro Ozu, el maestro del Género Shomingeki, dedicado a las vidas cotidianas de las personas comunes y corrientes de la clase media en los tiempos actuales. Ozu ya había dirigido una obra maestra Primavera tardía (Banshun, 1949) y estaba en camino de dirigir otra, Cuentos de Tokio (Tokio Monogatari, 1953).

Como el propio Kurosawa, quien lo mismo hacía una obra maestra con un tema de la vida contemporánea como El perro rabioso (Nora Inur, 1949) , que con uno de la vida feudal, como Rashomón, ganadora también de un Oscar Honorario en 1951.

Pero Kurosawa también es conocido por haber introducido en occidente el Género Samurái, conocido en Japón como Chanbara, que proviene de la fusión de los vocablos chanchan (onomatopeya de dos espadas que chocan entre sí) y barabara (onomatopeya de la carne al ser cortada).

Todos recordamos su gran joya Los siete samuráis (Sichinin no samurai, 1954) que obtuvo el León de Plata en la Mostra di Venezia y dos nominaciones al Oscar. Esta fue seguida por La fortaleza escondida (Kakushi toride no san-akunin, 1958); El bravo, también conocida en español como Mercenario (Yojimbo, 1961); Sanjuro (Tsubaki Sanjuro, 1962); todas estas con su actor favorito durante este período: Toshiro Mifune, considerado por muchos como el mejor intérprete que ha dado el cine japonés.

El género tuvo también en esta época a otro gran cineasta en Masaki Kobayashi, quien dirigió películas como Harakiri (Seppuku, 1962), que recibió un Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes 1963; y Rebelión (Joi-uchi: Hairyo tsuma shimatsu, 1967), que ganó el Premio de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica (FRIPRESCI) en la Mostra de Venecia de 1967.

Pero los filmes de espada al estilo japonés  tuvieron una caída a principios de la década de 1970 debido a varios factores, entre los que se mencionan la crisis general en el cine de este país asiático, el envejecimiento de las grandes estrellas del género y la sobrexposición de este tipo de películas en la televisión. 

Sin embargo, genios como Kurowawa tuvieron chispazos aislados con obras maestras tardías como Kagemusha, la sombra del guerrero (Kagemusha, 1980), nominada en 1981 a los Oscar de Mejor Dirección Artística y Mejor Película Extranjera; y Caos (Ran, 1985), que ganó en el mismo año de su debut el Oscar al Mejor Diseño de Vestuario. Estas dos están interpretadas por otro de los grandes actores japoneses: Tatsuya Nakadai.

Y también hay que mencionar a El ocaso del samurái (Tasogare Seibei, 2002), dirigida por Yoji Yamada y candidata en el 2004 al Oscar a la Mejor Película Extranjera; y Zatoichi (2003), dirigida por Takeshi Kitano y que revive las aventuras del masajista ciego de este nombre, del cual se hicieron 26 películas entre 1962 y 1989, todas protagonizadas por el inolvidable Shintaru Katsu.

Sin embargo, no ha sido sino hasta recientemente que surgió un director como Takashi Miike, quien ha logrado revivir el género con sus películas: 13 asesinos (Jusannin no Shikaku, 2010) y Harakiri: muerte de un samurai (Ichimei’, 2011), que impresionó en Festival de Cannes del 2011.

Los amantes del Género Samurái se llenaron de deleite en el 2010 con la aparición de la película 13 Asesinos (Jusannin no Shibaku) y su ininterrumpida escena de combate de 50 minutos.

Y esta satisfacción creció cuando el mismo director, Takashi Miike, presentó al año siguiente la cinta Hara-Kiri: muerte de un samurái (Ichimei), que causó sensación en el Festival de Cannes del 2011.

Hay que mencionar que en ambos casos los productores de los filmes eran dos profesionales muy exitosos en su oficio. Por una parte, el inglés Jeremy Thomas, famoso por introducir títulos asiáticos en el mercado internacional, como El último emperador (The Last Emperor, 1987), de Bernardo Bertolucci.

Y por la otra, el japonés Toshiaki Nakazawa, quien produjo la obra maestra Despedidas, también conocida en español como Violines en el cielo (Okuribito, 2008), dirigida por Yojiro Rakita y ganadora ese mismo año del Oscar a la Mejor Película en Idioma Extranjero.

Por su parte, antes de ocuparse del Género Samurái en el cine, Miike dirigió en el 2008 una obra de teatro llamada Zatoichi, sobre el famoso masajista ciego quien, a pesar de no poder ver, es súper hábil con su katana (como dicen los japoneses al tipo de espada que usan).

OJO, SI NO DESEA CONOCER EL ARGUMENTO, NO SIGA

De las dos películas de Miike en el género, nos limitaremos a 13 Asesinos, un remake de una cinta en blanco y negro de 1963 del director Eiichi Kudo, que tenía exactamente el mismo nombre.

En la cinta de Miike, la trama ocurre en el Japón de 1844, en el que el sádico Señor Narigatsu (interpretado por el astro del pop japonés Goro Inagaki) mata y viola a su antojo. Para mayor preocupación, Narigatsu va a ser el próximo shogún (los dictadores militares que gobernaron de facto a Japón entre 1192 y 1867). Por ello, se encomienda al ex samurái Shizaenmon (Koji Yakusho) dar muerte a Narigatsu.

Shizaenmon reúne a otros 11, a los que se añade de forma fortuita el cazador Koyata  (Yusuke Iseya). Mientras se dirigen al lugar en que emboscarán a Narigatsu, el cazador no pierde la ocasión de decir: “Malditos samuráis. Ustedes con su honor y sus causas”. Después de la batalla de 50 minutos, en que mueren 12 de los 13 llamados “asesinos”, así como Narigatsu y todos los 200 guardias que lo protegían, sólo queda vivo Shinorokuro, (Takayuki Yamada).

¿Pero es así? Para sorpresa general aparece Koyata, a pesar de que todos lo vieron morir poco antes. Hay que tener en cuenta que es una tradición muy japonesa el que los espíritus de los muertos intervengan en las vidas de los vivos. (Ver por ejemplo Kwaidan [Kaidan, 1964]), dirigida por Masaki Kobayashi).

Koyata le dice a Shinkokuro que no quiere ser un samurái y que regresará a las montañas a buscar a su amada Upashi. Al irse el cazador, se ve a continuación como Shinkokuro arrastra su espada tras de él mientras sale del lugar de la batalla y surge una sonrisa en su rostro.

Esta sonrisa ha dado lugar a toda una serie de interpretaciones. Para mí es un mensaje de esperanza en que a pesar de toda la carnicería que ha ocurrido, Koyata le ha mostrado que hay una vida que vale la pena vivir.

Hara-Kiri: muerte de un samurái (Ichimei, 2011), fue la cinta que el director japonés Takashi Miike presentó en el Festival de Cannes del mismo año.

Al igual que 13 Asesinos (Jusannin no Shibaku, 2010), su filme anterior del Género Samurái, Hara-Kiri, muerte de un samurái es también un remake de una película anterior, sólo que en este caso lo es de la obra maestra Harakiki (Seppuku, 1962), del director Masaki Kobayahi.

Kobayashi no sólo ganó la Palma de Oro en el Festival Cinematográfico de Cannes de 1963 con esa cinta, sino que en 1965 obtuvo con Kwaidan (Kaidan, 1964), un Premio Especial de la Crítica de esta misma cita en la Riviera Francesa, así como una nominación al Oscar a la Mejor Película en Habla No Inglesa.

Además, Harakiri es una de esas raras películas que cuenta con el 100 por ciento de aprobación en la parte de los críticos (Tomatometer) del sitio web Rotten Tomatoes. Esto se completa con el alto 96 por ciento de satisfacción en la parte del público (Audience).

Decimos todo esto para explicar en que camisa de once varas se estaba metiendo Miike al hacer una nueva versión de una cinta que muchos consideraban casi perfecta.

Debemos comenzar por decir que ambos casos el filme cuenta la historia de un ronin (cuya traducción literal es un “hombre ola”; o quizás mejor, “un hombre errante como una ola en el mar”), un samurái que no tenía señor debido a la caída de éste o a que había perdido su favor. Este ronin acude a la casa de un poderoso clan y pide permiso para hacerse en la misma un hara-kiri, o suicidio ritual con la espada, lo que se le concede.

Sin embargo, aparte del hecho de que la primera película era en blanco y negro, y la de Miike es en color y tercera dimensión, ambas tienen otras varias diferencias.

Primero que todo, la traducción del título de la película de Miike (Ichimei) es en realidad Una vida, y no el que se ha usado internacionalmente (Hara-Kiri: muerte de un samurái), quizás con intenciones comerciales. Esto quizás nos sugiere que Miike buscaba hacer una cinta más humana.

Segundo, aparte de varias diferencias, tanto de argumento como de cinematografía, en la cinta de Miike el uso de los flashbacks nos cuenta una historia más amplia para explicar las razones del ronin, por lo que vuelve a surgir la idea de que quizás se busca narrar una historia más humana. La de Kobayashi nos parece más vengativa.

Nuestra conclusión, creemos que Miike hizo una obra de gran valor, pero no logró superar a su modelo.

Primero, Harakiri cuenta con una actuación estelar de Tatsuya Nakadai, y segundo, la cinematografía en blanco y negro puede a veces ir mejor con un tema, como mostró recientemente la película ganadora del Oscar, la francesa El artista (The Artist, 2011) de Michel Hazanavicius.

También Rotten Tomatoes favorece a la original, pues en la parte de los críticos, Hara-Kiri: muerte de un samurái consiguió un 78 por ciento de aprobación, mientras que en la de la Audiencia llegó a un 65 por ciento.